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Paolo Rizzi escribió de él en 1990
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“Todo aquello que he visto, lo he dibujado”, escribió Goethe durante su viaje a Italia. Su “avaricia” por ver era precisamente así. Algo parecido debió haberle sucedido a Heinz J. Düll. Pintor de origen checoslovaco y de formación germana, de espíritu humanístico, se enamoró tanto de la campiña romana como para establecerse en ella. Siguió, a saber, los pasos de tantas gentes del norte atraídos por Italia por el encanto cultural: de la riqueza de un clima empapado de clasicismo y de mitología. Aquello es lo que distingue a Düll y su capacidad de intercalar su espíritu nórdico (diría gótico) en la dimensión del paisaje italiano.
Aparece pronto la línea nítida, incluso cuando perfila objetos cercanos, sigue su amargo tormento, una angustia expresiva: que deja entrever un fantasma nórdico. Lo mismo para el color: tiende a los colores ácidos, que se diluyen en polvo creando sensaciones de lejanía profunda, de esfumatura. Una especie de levedad simbolista invade la composición: se trata de naturalezas muertas, de paisajes o de alegorías con figuras. A veces, casi se nota una superposición alusiva, una ambigüedad incluso un antropomorfismo. Reminiscencias góticas se funden con esbozos leonardescos: de manera que dos culturas aparentemente opuestas – concretamente la gótica alemana y la renacentista italiana- parecen fundirse hasta el final del límite de una sugestiva ambigüedad existencial.
Todo ello comporta toda clase de dificultades, de desorientación psicológica. La tensión crece hacia el sublime romántico, asume alusiones extrañas, abstractas. Las “citas” (como por ejemplo El éxtasis de Santa Teresa,o las esculturas de Bomarzo ) se cargan de un gran significado misterioso, bien de origen espiritualista, bien con un trasfondo erótico. Esta sensación entra, concretamente, en aquel dualismo cultural donde queda inmersa la estética de Düll. El recorrido es el mismo “mutatis mutandi” de un Durero (Dürer) que descubre el clasicismo italiano pero permanece en el espíritu teutónico de su goticismo categórico. Por supuesto que Düll añade toda una cultura que es principalmente aquella del Manierismo; y no duda en navegar cerca de las abruptas costas del Surrealismo. Es un viaje azaroso, que el timonel desempeña con consumada pericia, resistiendo a la seducción de las muchas sirenas.
El resultado es aquel de una pintura y de un dibujo que, aunque envueltos en velos culturales, conservan una autonomía propia, una calidad expresiva siempre vibrante. Gustan sobre todo ciertas vistas evanescentes, de carácter romántico en donde la marca es sin lugar a dudas ingeniosa; o bien, algunas acuarelas en donde el objeto (puede ser fondo de Orvieto o el perfil del lago de Bolsena, o tal vez la sonrisa extraña de una mujer) se trastorna, se convierte en rabia psicológica, en magma psíquico. Es esta manera de “desvariar” que encanta. He aquí la estupefacta magia del nórdico que extiende la mirada al paisaje (y a la cultura) de Italia: todo adquiere una dimensión suspendida, un empuje a la emulsión de los sentimientos, al fantasma onírico. Y la visión se convierte onírica: escapa hacia una utopía que desgarra y embriaga el espíritu.
Venecia, abril 1990 Traducción de Lydia Torres Bueno |